Desfiladeros del amor by de la Borbolla Óscar

Desfiladeros del amor by de la Borbolla Óscar

autor:de la Borbolla, Óscar
La lengua: spa
Format: epub
ISBN: 9786073113892
editor: Penguin Random House Grupo Editorial México


LA INFANCIA

INTERMINABLE

Todo comenzó cuando reprobé cuarto de primaria. Manolo y mis demás compañeros se mudaron al salón de quinto con la nueva maestra y yo permanecí como repetidor en la misma aula y hasta volví a ocupar mi antiguo asiento, pues, al formarme según mi estatura entre los que pasaban a cuarto, me tocó el pupitre de siempre: el segundo, al pie de la ventana. Miré mis iniciales labradas con pluma atómica sobre la tapa de madera y, al repintarlas, me vino a la memoria el primer día de clases del año anterior. Aquella mañana me sacaron del lugar que había elegido en la fila para colocarme detrás de Manolo: yo era un poco más alto, un pelito nada más, ni te creas muy salsa; de todas maneras te gano, ¿no? A mí me la pelas, ¿quieres verlo a la salida? La Marcha de Zacatecas interrumpió nuestro encuentro. La maestra dio la orden de avanzar y, entre rodillazos y empujones, entramos en ese salón del que al parecer no habría de salir nunca.

Aquella vez grabé mis iniciales: era una costumbre practicada por todos en la escuela y también yo me sentía con derecho, pues, aunque existían los de quinto y sexto, yo ya gozaba de unos privilegios indiscutibles sobre los niños de años inferiores: ellos iban a conocer apenas la angustia, las vocales, los números arábigos que nunca tienen fin, las sumas y las restas, y yo, en cambio, alertado por un codazo de Manolo, me iba a extasiar en la contemplación de las medias de la maestra de cuarto, que entonces era joven y se sentaba sin cerrar las piernas. Las medias estaban sujetas a sus muslos por unas ligas rojas que anillaban bajo su falda un blando túnel triangular. Mi vista fondeaba con lascivia infantil en la misteriosa desembocadura y en aquel triangulito del fondo, que cada día se ofrecía de distinto color a mis ojos, empezó a ejercer una atracción gravitatoria que concentraba todos mis pensamientos. Me sacaron de clase, me mandaron a la dirección por no saber las tablas de multiplicar, por rayar las bancas, por aventar aviones de papel, por quedarme dormido sobre el cuaderno de Ciencias Naturales y por fisgón. Aquello se convirtió en el inicio de mi amistad con Manolo y en un sueño recurrente en el que el triángulo hipnótico aparecía volando como un papalote en un cielo nocturno de sábanas y carne que mi abuela no podía descifrar ni con todos sus esfuerzos de cartomántica del tarot y sus horas de reflexión y bordado interminables.

Manolo y yo éramos de esos escuincles tatuados, con mocos tiesos, de esos que al sentarse revientan las costuras traseras de los pantalones del diario y a quienes en épocas de lluvia se les mete el agua en los zapatos. Ambos poníamos la mirada triste cuando los otros niños sacaban a relucir en el recreo sus tortas de jamón o de cajeta: nosotros nos rascábamos unas bolitas de hilo y mugre en los bolsillos desfondados. No te estés rejunjuneando las verijas, me decía y yo le contestaba: Es que tengo hambre.



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